Contarle a la gente nuestras alegrías y nuestras tristezas,
hacerlas públicas; describir nuestra infelicidad causada por algún evento que
mi mamá llamaba “malos momentos”. Hay gente que hace eso, que les revela a los
demás sus nostalgias, sus debilidades, su precariedad emocional, como si esto
fuera una catarsis, como un diario, ¿y por qué no lo dejan para ellos mismos en
vez de estarlo divulgando a los cuatro vientos? No lo sé.
Como escritor –aunque la etiqueta me quede grande- utilizo, a
veces, esos hechos dolorosos para trasladarlos al papel, ya sea para producir
textos de ficción o no. Como el método de Stanislavski que
utilizan los actores para producir escenas tristes, dolorosas o risueñas:
acuden mentalmente a momentos de su propia vida para establecer conexiones
emocionales que les permiten llorar, o reír, o sentirse devastados o
simplemente risueños. Eso mismo pasa con los escritores, acuden muchas veces a
eventos de su propia vida para escribir sobre acontecimientos reales o
ficticios y así obtener textos cargados de sentimientos.
En lo personal nunca
lo he hecho salvo algunas contadas excepciones. Sin embargo, sí es cierto que
he escrito embargado de ira, o de rabia, o de emoción, o de nostalgia o de
felicidad, y eso me ha llevado a producir un texto. Pero, todo tiene una
frontera, una línea roja: hablar de hechos íntimos.
No está prohibido
hacerlo, por lo menos legalmente, escribir o narrar hechos personales que
exhiben acontecimientos que solo le conciernen a quien los está contando. Sin
embargo, “como el morbo vende” muchos escritores -y no escritores- deciden
confesar acontecimientos que podrían provocar vergüenza en labios de un
individuo normal.
Respeto a esos
escritores o no escritores –profesionales o no-, aunque yo he decidido no
hacerlo para no aumentar el dolor, la congoja, la desdicha que el hecho en sí
mismo ya me está produciendo en el cuerpo o en el alma. Nunca he escrito
públicamente sobre mis problemas y desgracias más dramáticas. Muchos de esos
acontecimientos solo quedarán grabados y engavetados en mi memoria. ¿Para qué
recordar ese dolor por la pérdida de ese ser querido? ¿Para qué recordar esa
traición? ¿Para qué recordar esa derrota? No, prefiero pasar la página y
continuar. Aunque no voy a negar que esos hechos o eventos trágicos –o de
pronto felices- han sido el combustible de buena parte de mis textos, de mis
ensayos, de mis artículos, de mis cuentos, de mis novelas.
La tentación del
escritor es esa, o más bien esa es una de las muchas tentaciones que tienen los
escritores: contar sus intimidades. Para los que aman la escritura, la
narración de hechos personales es una delicia porque las palabras fluyen desde
el interior del alma; el escritor se deja llevar por su estado de ánimo y
empieza a producir un texto cargado del espíritu que posee al narrador en ese
momento, en el de la creación.
Pero no; yo no he
sucumbido a ese vicio –si se quiere-, lamentablemente dirán algunos, pero yo no
lo lamento, porque hay cosas que deben quedarse guardadas en el alma y que el
silencio simplemente aniquila o conserva de acuerdo al grado de utilidad que
tiene para la evolución del alma, o para su definitiva aniquilación. La
catarsis que se produce al contar públicamente un hecho doloroso parece ser muy
importante, incluso, muchos psicólogos y maestros espirituales lo aconsejan:
contar nuestras desventuras o nuestras felicidades a otros.
Yo pienso que si
cuento o narro muchos de los eventos de mi vida los estoy desacralizando, los
estoy profanando, o tal vez los estoy degradando por el simple hecho de
hacerlos públicos. El silencio los mantiene a salvo en esa bóveda infranqueable
de la memoria. Los mantiene a salvo de la opinión ajena que en la mayoría de
los casos es ignorante, inhumana, perversa o simple y llanamente torpe y
desvergonzada. Me gusta escribir para mí mismo y también me gusta publicar,
también me encanta exhibir lo que pienso, pero eso tiene un límite que yo mismo
me he impuesto: no hablar de mi intimidad o de lo que yo creo que es intimidad,
o vida personal.
“Cada loco con su
tema” dirán algunos, y sí, cada persona tiene su zona roja de restricción, cada
persona sabe qué contar de su vida, a quién contárselo y cómo contárselo.
Muchos escritores sobrepasan esas líneas rojas de seguridad y exhiben su
intimidad abiertamente pensando tal vez ingenuamente que los demás los
comprenderán. Craso error, eso nunca pasa. Los demás nos no entienden, nunca
nos entenderán porque cada quien juzga desde su propio punto de vida, desde su
propia óptica, desde su propio drama, desde su propia intimidad.
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