¿Escribir mal o escribir bien?


Para mí es una necesidad, me refiero a escribir. ¿Lo hago bien? ¿Lo hago mal? No lo sé, soy muy autocrítico conmigo mismo y a veces no me gusta lo que plasmo en el papel en blanco. Que tengo una prosa muy tosca me decía algún lector un día; que hay mala ortografía en mis escritos, me endilgaba otra lectora furibunda; que soy una vergüenza para los escritores, me espetaba esa misma lectora furibunda. En fin, a lo largo de todos estos años de escritura pública he recibido críticas buenas, malas y regulares por el trabajo que hago, nada sorprendente, cuando uno hace algo público siempre le gusta a alguien, a alguien no le gusta para nada y para otros (la gran mayoría) les es indiferente.

Creo que quien se dedica a escribir profesionalmente o con seriedad debería tener rigor a la hora de utilizar el idioma, el lenguaje; de redactar con cuidado, de aplicar bien los signos de puntuación, de conjugar bien los verbos, de poner mayúsculas donde toca, de escribir mejor de lo que lo haría una persona común y corriente. Los manuales de gramática y de ortografía son útiles, los diccionarios también, la página web de la Real Academia Española de la Lengua debe ser de obligatoria consulta para los que se dicen escritores. Así como los carpinteros refinan su trabajo, o los dentistas, o los médicos, los escritores también están llamados a perfeccionar su labor, y si su herramienta es el lenguaje, las palabras, pues deben tener más cuidado con su tratamiento del que lo hacen las personas que no se dedican a este oficio, ¿no es cierto? Es de sentido común.

Todo lo anterior es un lugar común, sin embargo, creo que el perfeccionamiento de la escritura lleva a una especie de neurosis, de paranoia, de esquizofrenia, de locura, ¿por qué? Porque los escritores terminamos a veces poniéndole más cuidado al “qué dirán” que al verdadero arte. Como nuestros escritos terminan la mayoría de las veces en el ojo público, nuestra preocupación principal acaba siendo esa crítica de los otros sobre nuestro trabajo, y por eso nos esforzamos en escribir según las reglas del idioma, del lenguaje, y eso desemboca en un estrés de escritor, de artista, de creador. El escritor suda frío cuando piensa en las rigurosas miradas de los lectores, sobre todo en la forma como ha escrito y no en lo que ha escrito. Eso termina agotando al artista; es cierto, es su deber escribir bien, según las reglas correspondientes, sin embargo, la gente, las personas, deberían darle un margen al escritor para escribir mal, para escribir sin estilo, con mediocridad. ¿Estoy incurriendo en un anatema? ¿En una herejía? ¿Cómo puede un escritor escribir mal? ¡Eso es absurdo! Eso sería como pedirle al arquitecto que construya mal, impensable. Pero sí, el escritor, como todo artista es un ser libre, y debería ser tan libre, que incluso pudiera darse el lujo de escribir con fallas ortográficas, de gramática, de redacción. ¿Para qué? Para decirle a la gente que el lenguaje se hizo para la gente y no la gente para el lenguaje, que esa mistificación del “escribir bien” se ha convertido en un esnobismo, en un arribismo intelectual injustificado.

García Márquez –el premio Nobel de literatura colombiano- acompañaba esta posición, no soy original; él era un perfeccionista del idioma –tenemos que decirlo- no era un libertino de la escritura, y sin embargo, pensaba que a veces se debía escribir con mala ortografía. ¿Por qué? ¿Por puro capricho? No, por libertad, para desatarnos de la dictadura idiomática, de la dictadura de las reglas de escritura que ha impuesto alguien, y que por lo tanto nos atan con mordacidad, con enajenación. García Márquez utilizaba groserías en sus escritos, empero, escribía a pesar de esto muy bien, ¿quién podría criticar a Gabo por utilizar mal el idioma? Creo que nadie, aunque por ahí he visto no una sino muchas objeciones a su trabajo desde el punto de vista del estilo, ¡qué locos!

Sí señores, hay que escribir bien, sobre todo tratándose de personas dedicadas a este oficio. Pero, démonos una licencia de vez en cuando, como para sentirnos despojados de ese yugo riguroso, liberados de esas reglas obligatorias que han impuesto los manuales de escritura, y de redacción; utilicemos el idioma y no dejemos que él nos utilice a nosotros; porque lo que más nos llama la atención de la escritura a los escritores es que es como un juego. Las reglas estrictas terminan sofocando el gozo, el juego; aunque como todo juego, también tiene reglas que hay que cumplir para disfrutar de la actividad.   

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